30.10.10

golden slumbers fill your eyes

cuando te ponés así
quisiera que me salga de la boca algo mejor
que la lengua
sobretodo a los dedos y al pecho
la transpiración
para venir a decirte
que después de tanto tiempo

la cocina

A mamá se le dio, una que otra vez, por cocinar hasta el hartazgo. La casa era lo suficientemente grande como para que eso pasara, y el hecho implacable de que en aquel entonces, no me acuerdo cómo, pero teníamos una mujer que limpiaba y se acomodaba a sus deseos, que le permitía, en algún punto, cocinar hasta el hartazgo. A mí me tenía sin cuidado, uno se acostumbra a la vida que llevan los de su alrededor. Entonces entre jugar con las distintas esencias o las frutas secas que iba a meter en la masa, sabía yo que todo podía devenir entre un enorme reto o el esperar, pausadamente, que en una de esas me pidiera que la ayude.

La ventana de la cocina estaba abierta siempre, a pesar de las moscas y las babosas. No es que entraran reptando, al menos los bichos desagradables, pero si se me ocurría avisar ya nadie dudaría que lo mejor que quedaba por hacer era tirarles sal. En aquel momento yo tampoco me preguntaba por qué se achicharraban y todo sencillamente se cubría de baba. Unos diez años después puedo comprender que el cuerpo de la babosa alberga mucha más agua que el del ser humano, y que el sodio las deshidrata. Claramente, a nosotros no podían ni debían tirarnos sal, porque lo máximo en lo que devendría sería un baño de agua caliente, mientras que esos animales, simplemente, morían. Digo yo que se morían, y ahora comprobé que se mueren, y en un patio y una casa tan grande, una casa en la que se cocina, no sé si por el amor a los antepasados, por el aburrimiento o el hambre, nosotros no nos podíamos morir.

Supe, de improviso, que aquello que le daba el sabor a no sé qué al pan dulce era el agua de azahar, que hoy, a mi criterio, considero que nunca es suficiente. Pero todo lo que se preparaba era casi a granel, como si en vez de cinco o seis fuéramos veinte. Con el correr de la semana terminábamos siéndolo, y es que a mí me gustaba mirarle las manos, con sus numerosas alergias, amasando sobre la mesa de mármol. Tenía un par de anillos que ya no usa, los habrá perdido, pero sinceramente, a la alianza no se la ví nunca, y a papá tampoco.

Cocinar también requería llamar a los muertos, a los que claramente, en ese momento, ni muertos estaban ni sal encima tenían. El verano era cocinar, a pesar de ese aire húmedo y espeso, tan concordiense, que hoy niego. Porque en Concordia no hace calor, digo, en Concordia siempre hay viento y el sol te quema las pestañas, y para las tres de la tarde uno tiene que elegir entre jugar en el fondo con las babosas o ver a mamá cocinar, si es que no estaba tirada boca arriba en el pasto, quemándose las pestañas.

Porque la casa estaba llena de babosas, y en seis años yo me crucé íntimamente con tres. De eso me voy a acordar toda la vida, de haberlas aplastado sin querer con cualquiera de mis extremidades, para sentir un completo asco y anhelar que continuaran vivas y que nadie pudiera venir a tirarles sal.

Las persianas de madera, también, prolijamente barnizadas en verano, estaban completamente escritas con el rastro plateado de esos moluscos, pero claro, se podía apreciar mejor de noche, con esa mezcla a repelente, espirales, insecticidas, el pasto recién regado, y me atrevo a decir que la ventana del cuarto de mi hermano nunca se vió afectada por el rastro de las babosas. Eso es porque sal había siempre, y de no ser sal, habremos tenido alguna clase de veneno que las mantuviera alejadas, primero del moisés, y después de la cuna.

El asunto del pan dulce nada tiene que ver con el de los huevos de pascua, y yo no me atrevo a encontrarle una cronología decente. Tampoco recuerdo bien el haber intentado meterme, pero que lo quise seguro.

Ver a mamá era, en definitiva, mucho más divertido que jugar con las muñecas en el pasto. Porque sobretodo, era una casa llena de hormigas, y algunas eran bastante malas.

Quizás los dos se sacaron los anillos para cocinar, pero a eso ahora me cuesta creerlo, porque también habré querido meter la mano adentro de la lata de barniz, o de látex sintético para exteriores, cuando mamá era bastante más alta que yo.

En Concordia no hace calor, ni siquiera cuando tenemos que prender el aire acondicionado. A mí me gustaba pensar que el aire acondicionado acababa con la gravedad, y la habitación de mamá era como estar en una nave espacial.

De poder llamar a los muertos, yo creo que no lo haría. Demasiado ya tengo con los vivos, y con los que no sé dónde están, y con los que le tiraban sal a las babosas o cortaban el pasto.

Para Leandro, recorrer el patio hasta el fondo deben de haber sido kilómetros. Para Victoria no tanto, y en verano soy la única que lee, que lee e intenta entrometerse en la cocina mientras todos duermen la siesta, para abrir el frasco de galletitas y comerme las más ricas, y que me reten, seguramente.

En Concordia no hace calor, ni siquiera cuando la casa está llena de gente, y todos les temen a las babosas y las hormigas. Prefiero, todavía, hundirme en una taza de chocolatada preparada por alguien más alto que yo, cuando ya no quedan galletitas de las más ricas, o manotearle un pincel a mamá, sólo para poder contar, diez años después, que a esa casa también la hice yo, a pesar de que nadie tenga los anillos puestos.

28.10.10

me posee
y yo ya había hablado acerca de no bajarme
lo que elijo es exquisitamente mortuorio
pero es esa muerte la que nos trae a la vida y nos invade
cuando ya todos escribieron acerca de la sangre
el ritual más bien surge y consiste
y persiste
en volcarnos toda la sal de la casa en el pecho
para eyacular.
es hasta una cuestión de mea culpa
y negarlo nos hace extraños
(cuando se trata de la sal)
y sé que todo esto es narcicista
es levantarme de la cama sólo para decirte
que no me importa en qué creas ahora
ni en lo que dejes de sentir
sabiendo que nada vas a abandonar
que alguna vez no hayas tenido
que-no-me-importa-en-qué-creas-ahora.

25.10.10

yo no me olvido del viento
ni de tus párpados así
con las cortinas cerradas
el amor se hace
porque vos sonreís.

21.10.10

dios pone el placer tan cerca del dolor que a veces lloramos de alegría.

LD

19.10.10

todos los niños buenos van al cielo

entrada libre y gratuita · pedir dirección vía mail

18.10.10

se separó
fue demasiado lejos en la soledad
y supo -tuvo que saber-
que de allí no se vuelve
se alejo -me alejé-
no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal)
sino porque una es extranjera
una es de otra parte,
ellos se casan,
procrean,
veranean,
tienen horarios,
no se asustan por la tenebrosa
ambigüedad del lenguaje
(no es lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches)
El lenguaje
-yo no puedo más,
alma mía, pequeña inexistente,
decidíte;
te la picás o te quedás,
pero no me toques así,
con pavura, con confusión,
o te vas o te la picás,
yo, por mi parte, no puedo más.

AP

4.10.10

ósmosis

En un mundo diferente, no me importaría. Las cosas que se le parecen al amor lo hubieran sido. Alguien habrá tirado un hijo por la ventana. Un hijo ajeno. Habrán tenido que conformarse todos con las similitudes. Todo tiene el sabor de la resignación últimamente. Como si meter la mano en una pecera fuera insuficiente. O peor, en algún agujero con temor pero rapidez, sin saber lo que se viene. Sin saber si vamos a poder sacar la mano tarde o temprano. He levantado una muralla. No es nuevo, significo polvo como tantos otros que hicieron de sus piernas un castillo impenetrable. Hacer creer que el sexo es tanto más fácil, sólo deviene en simular. Entonces no sé si simulé esas sonrisas. O en qué estaba pensando cuando la gradiente de concentración del amor era igual para los dos del lado de adentro. Porque el cuerpo, los cuerpos y los pechos han sido una membrana. Sobre la piel se ha vertido la sal, la sal que uno espera provoque la eyaculación total de algún sentimiento. Pero ese sentimiento es lo que se le parece, lo que es similar al amor en todas sus formas y estructuras, construidas con delicadeza y parcimonia, condescendientes en aspecto y en dolor, en aroma, en temperatura. Cuando viene aquello y quiero dar, porque admito que deseo entregar buscando una aguja en un pajar, nada más segrego lágrimas. El llanto de saber que esto siempre va a parecerse al amor, siempre va a simular temor y los demás sonreirán, casi cómo sonríe uno, y todos, todos van a creer en el amor. Mentiría si digo que no creo. Lo ví. Se esfumó.

2.10.10

de los dedos felices
y en tiempo
acabar me hace creer
que sigo lista
que sigo pura.