11.4.07

crisis? what crisis?

"En la sociedad, indudablemente, todo es posible dinero mediante. Sólo contando con él pueden los hombres llevar a cabo sus proyectos, aún cuando esto signifique, como lo dice cada uno, dejar de lado convicciones, principios, o perder la dignidad."

«En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando la fogosa calzada con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías severas destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes de las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el perisistente olor de la grasa de máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.
La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habiese borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho.
Los días de fiesta dormían hasta eso de las diez de la mañana; luego, la gente seria y casada se ponía la ropa dominguera y se marchaba a misa, regañando a los mozos que encontraba a su paso, por su indiferencia en punto a religión. Volvían de la iglesia a casa, comían unas empanadas y acostábanse de nuevo a dormir, hasta el atardecer.
La fatiga acumulada durante largos años les quitaba el apetito, para comer, bebían mucho, excitándose el estómago con el fuego abrasador de la vodka.
A la caída de la tarde, paseaban sin prisa por las calles; los que tenías chanclos se los ponían, incluso cuando el suelo estaba seco y los poseedores de un paraguas lo sacaban, aunque luciese el sol.
Cuando se encontraban unos con otros, hablaban de la fábrica, de las máquinas, maldecían los contramaestres. Todas sus palabras, todos sus pensamientos estaban vinculados al trabajo. La razón, torpe e impotente, sóo lanzaba aislados chispazos, débiles resplandores de un instante de la monótona uniformidad del día.
Una vez en casa, reñían con sus mujeres, pegándoles a menudo, con todas sus fuerzas.
Los mozos se quedaban en las tabernas u organizaban francachelas en casa de uno o de otro, tocaban el acordeón, cantaban canciones soeces y obscenas, bailaban, soltaban palabrotas groseras y bebían. Agotados por el trabajo, se embriagaban con facilidad, y en todos los pechos se iba alzando una irritación morbosa, incomprensible que buscaba desahogo.
Y aferrándose a cualquier oportunidad para dar suelta a este sentimiento inquieto, se lanzaban por nimiedades, unos contra otros, como bestias enfurecidas. Surgían sangrientas peleas, que a secas terminaban con heridas graves o llegaban al homicidio.
El sentimiento de animosidad en acecho dominaba en las relaciones mutuas entre las gentes, tan inveterado como la fátiga incurable de los músculos. Las gentes nacían con esa enfermedad del alma, herencia de los padres, que como negra sombra les acompañaba hasta la tumba, incitándoles a cometer, en el transcurso de su vida, acciones repugnantes por su inútil crueldad.
Los días de fiesta los jóvenes volvían a casa a altas horas de la noche, con las ropas destrozadas, llenos de barro y polvo, con la cara partida, jactándose perversamente de los golpes asestados a los camaradas, u ofendidos, coléricos o llorando de despecho, ebrios y lastimosos, infelices y repugnantes. A veces los padres llevaban a casa a sus hijos. Se los encontraban tumbados en la calle, al pie de una valla o en la taberna, borrachos, sin conocimiento. Terribles insultos y puñetazos llovían entonces sobre los fláccidos cuerpos de los hijos, desmadejados por la vodka: luego se acostaban, con más o menos cuidado, para despertarlos por la mañana en cuanto el rugido irritado de la sirena hendía el aire, como un turbio torrente llamando al trabajo. Aunque insultaban y pegaban duramente a sus hijos, las borracheras y riñas de los jóvenes parecíanles a los viejos cosa completamente natural; ellos también, en sus mocedades, habían bebido y se habían peleado, y también sus padres les pegaban. La vida siempre había sido así; fluía regular y lenta como un río de turbias aguas, durante años y años, sin que se supiese hacia dónde iba, y toda ella estaba vinculada a las arraigadas y viejas costumbres de pensar y hacer siempre lo mismo, día tras día. Y nadie tenía el deseo de intentar cambiarla.
De vez en cuando, aparecían en el arrabal gentes venidas de afuera. Al principio, llamaban la atención, solo por ser desconocidos; después despertaban un ligero interés superficial por sus relatos sobre lugares en donde habían trabajado; más tarde, desaparecía la novedad, se acostumbraban a ellos, y pasaban ya inadvertidos. Por lo que contaban, se echaba de ver que en todas partes la vida del obrero era la misma. [...] La gente estaba acotumbrada a que la vida oprimiera siempre con la misma fuerza; y sin esperar ningún cambio favorable, consideraba que toda mudanza solo podía dar lugar a una opresión mayor. Se apartaban en silencio de los hombres que decían algo nuevo. Entonces, éstos desaparecían, se marchaban a alguna otra parte, y el que se quedaba en la fábrica vivía aislado si no sabía fundirse en un todo con la masa uniforme de los pobladores del arrabal. Y después de vivir así una cincuentena de años, el hombre moría.»


Gorki, Máximo, La madre, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983, pags. 7 a 10



Edvard Munch, El grito, 1895.

En las postrimerías del siglo XIX, con este grabado, el noruego Munch proporcionó una imagen de la angustia que se instalaría en el hombre del siglo XX. ¿Ha sido la ciencia uno de los factores que provocaron esta angustia? ¿Constituirá la ciencia un elemento en favor de la paz y el progreso en el siglo XXI?

la hija de la lágrima se desoló




me dí cuenta de 2 cosas:

- a la hija de la lágrima le encantan los paisajes desolados

- a diferencia de otros días, hoy no está conectada a "todo lo demás", de hecho, está más sola y triste que nunca

9.4.07

la gran despedida


No puedo acabar de abrazarte, y ya te escurres en mis brazos, húmedo, empapado, sollozando. Acá está mi ser, el que vuelve a despedirte. No importa cuanto haya durado el tiempo juntos, tendrás que irte, o seré yo quien me vaya. Un tener indeseado, una impotencia clavada, al final, ¿por qué nos vamos tantas veces antes de irnos realmente?, ¿por qué?.
Mi descontento y el sabor amargo de las despedidas se vuelven evidentes. Pasan los minutos sin que nadie recurra a ellos, sin que se lo requiera, y otra vez te tengo en frente, pero ya te estoy extrañando.

Te contemplo y te rompo. Te hablo y te sulfato. Te escribo y te irrito. En tu ideal de libros y letras no soy más que un trozo de madera escondido, un nefasto duplicado de vos mismo. Vos me creaste, yo te asesino. Vos me cuidaste, yo te expongo. Te ahogo y te castigo. Me pregunto por qué te volví tan necesario, si de la nada viniste y a la nada te vas. Polvo te vuelves, no queda en pie ni siquiera la ambigüedad de tu alma.

Qué suerte que solo lo escribí enojada. Que suerte tenerte conmigo, Fede.

4.4.07

risa y olvido


«Soplaba el viento y el suelo estaba hecho un barrizal. Frente a la sepultura abierta los asistentes al funeral formaban un semicírculo irregular. Ahí estaban, estaban casi todos sus conocidos, la actriz Hana, los Clevis, Bárbara y por su puesto los Passer: su mujer, el hijo que lloraba y la hija.
Dos hombres con trajes muy gastados izaron las cuerdas sobre las que descansaba el féretro. En ese mismo momento se acercó a la sepultura un hombre muy emocionado, con un papel en la mano, se dio media vuelta hacia los sepultureros, miró al papel y comenzó a leer en voz alta. Los sepultureros lo miraron, dudaron un momento si tenían que volver a dejar el cajón a la sepultura, pero luego comenzaron a bajarlo lentamente al hoyo, como si hubieran decidido ahorrarle al muerto un cuarto discurso.
La inesperada desaparición del féretro hizo que el orador se sintiese inseguro. Todo su discurso estaba elaborado en segunda persona del singular. Se dirigía al muerto, le agradecía y respondía a sus supuestas preguntas. El féretro llegó al fondo del pozo, los sepultureros sacaron las cuerdas, se quedaron humildemente de pie junto a la tumba. Al darse cuenta de la insistencia con la que el orador se dirigía a ellos, agacharon la cabeza, confusos.
Cuanto más se daba cuenta el orador de lo inadecuado de la situación, más lo atraían aquellas dos tristes figuras y tenía que hacer un gran esfuerzo para arrancar los ojos de ellas. Se dio vuelta hacia el semicírculo de los asistentes al entierro. Pero ni aún así sonaba mejor su discurso en segunda persona porque parecía como si el finado se ocultase en medio de la gente.
¿Hacía dónde podía mirar? Dirigió la mirada angustiado al papel y a pesar de que se sabía su discurso de memoria no levantó la cabeza de las letras.
Todos los presentes estaban poseídos por una especie de inquietud aumentada por los neuróticos golpes de viento que los sacudían a cada momento. Papá Clevis tenía el sombrero bien encasquetado en la cabeza, pero el viento era tan fuerte que de repente se lo arrebató y lo hizo posarse entre la sepultura abierta y la familia Passer que estaba en primera fila.
En un principio su intención fue atravesar la masa de gente y recoger el sombrero, pero inmediatamente se dio cuenta de que como comportamiento daría la impresión de que le importaba más el sombrero que la solemnidad del homenaje dedicado al amigo. Decidió por lo tanto no interrumpir y hacer como si no hubiese pasado nada. Pero no fue una buena solución. Dese el momento en que el sombrero fue a dar al espacio abierto que había ante la tumba, el cortejo fúnebre se intranquilizó aún más y ya no fue capaz de atender a las palabras del orador. El sombrero, con toda su humilde quietud interrumpía la ceremonia mucho más que si Clevis hubiera dado un par de pasos para recogerlo. Por eso le dijo al que estaba delante de él perdone y atravesó el gentío. Se encontró así en el espacio vacío (parecido a un pequeño escenario) que había entre la tumba y los invitados al entierro. Se agachó, estiró el brazo, pero en ese momento el viento volvió a soplar e impulsó al sombrero un poco más hacia delante, junto a los pies del orador.
En ese momento ya nadie pensaba más que en papá Clevis y su sombrero. El orador no sabía nada del sombrero pero comprendió que estaba ocurriendo algo entre su auditorio. Levantó la vista del papel y con sorpresa se encontró con un desconocido que estaba a dos pasos de distancia y lo miraba com si se preparase para saltar. Volvió la vista rápidamente hacia las letras: quizá tenía la esperanza de que al volver a levantarla la increíble aparición se hubiese esfumado. Pero cuando la levantó, el hombre seguía allí y continuaba mirándolo.
Y es que papá Clevis no podía ni avanzar ni retroceder. Echarse bajo los pies del orador le parecía atrevido y volver sin el sombrero ridículo. Se quedó por lo tanto inmóvil, paralizado por su indecisión, intentando en vano que se le ocurriese alguna solución.
Ansiaba que alguien le ayudase. Miró a los sepultureros. Estos estaban inmóviles al otro lado de la sepultura, mirando fijamente a los pies del orador.
En ese momento volvió a soplar el viento y el sombrero se desplazó lentamente hasta el borde de la sepultura. Clavis tomó la decisión. Se adelantó con energía, estiró el brazo y se inclinó. El sombrero retrocedía y retrocedía ante él, hasta que por fin, un instante antes de que llegara a cogerlo, resbaló por el borde y cayó al hoyo.
Clevis extendió aún el brazo hacia él, como si quisiera llamarlo para que volviese, pero inmediatamente después decidió comportarse como si nunca hubiese existido ningún sombrero y él estuviese junto al borde de la sepultura sólo gracias a alguna casualidad insignificante. Intentó entonces comportarse con naturalidad y soltura, pero era muy difícil, porque todos los ojos se dirigían hacia él. Tenía la cara estirada por una extraña mueca, trataba de no ver a nadie y fue situarse a la primera fila donde sollozaba el hijo de Passer.
Cuando desapareció la peligrosa visión del hombre listo para saltar, el hombre del papel se tranquilizó y levantó los ojos hacia el gentío que ya no oía nada de lo que decía, para pronunciar la última frase de su discurso. Después se dio la vuelta hacia los sepultureros y exclamó en tono muy solemne «Viktor Passer, los que te han amado nunca te olvidarán. Descansa en paz».
Se agachó hacia el montón de tierra que estaba junto a la tumba, cogió un poco de tierra con una pequeña pala que allí había y se inclinó sobre la sepultura. En ese momento una ola de risa ahogada agitó las filas de los asistentes al acto. Todos se imaginaban que el orador, que se había quedado paralizado con la pala llena de tierra en la mano inmóvil hacia abajo, veía al fondo del féretro y encima de él el sombrero como si el muerto, en vano intento por mantener la dignidad, no hubiera querido permanecer con la cabeza descubierta durante un discurso tan solemne.
El orador se contuvo, echó la tierra sobre el féretro, cuidando de que no tocase el sombrero, como si debajo de él se escondiese realmente la cabeza de Passer. Le pasó la gala a la viuda. Sí, todos tuvieron que beber el cáliz de la tentación final, todos tuvieron que luchar en ese horrible combate contra la risa. Todos, incluso la mujer, el hijo que sollozaba, tuvieron que coger la tierra con la pala e inclinarse sobre el hoyo en el que estaba el féretro con el sombrero puesto, como si Passer, con su optimismo y su vitalidad incorregibles, sacase la cabeza fuera.»



Kundera, Milan, El libro de la risa y el olvido, Buenos Aires, Seix Barral, 1991.

3.4.07

instrucciones para subir una escalera

«Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite -en espiral o en línea quebrada- hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la mano derecha en la horizontal correspondiente, se está en posición momentánea de un peldaño u escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y más adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación produciría formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgados sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándolo a la altura del pie, se la hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. Las coincidencias de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialemente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie.
Llegado en esta forma al segundo peldaño, hasta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.»








Córtazar, Julio, Antología, Buenos Aires. Librería del Colegio, 1975.






«[...] Espíritu extraordinariamente alerta para todo lo que denuncia en el hombre una dimensión maravillosa. Córtazar es también un observador muy certero de esa realidad inmediata que se compone de gestos y palabras banales, de actos triviales sin consistencia. En sus libros esas dos caras de la vida se funden como una moneda. Pero él no cree que la vida sea "divisible" [...]»

Mario Vargas Llosa